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CASO PROCULTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Irresponsables

Tenemos un ciclo rotativo de escándalos sin desenlace real, en que cada nueva revelación provoca oleadas momentáneas de indignación ciudadana y promesas de sanción, pero al cabo de unos meses todo vuelve a la normalidad, como si nada hubiera pasado

Reforma de pensiones de Chile

Las últimas semanas han sido pródigas en revelaciones de alto impacto para la vida política del país, especialmente tras decretarse el fin al secreto de sumario y el consecuente levantamiento de la reserva en el caso ProCultura, que dio a la carpeta investigativa a un gran número de intervinientes. A partir de ahí, como si fuera aluvión cordillerano imposible de contener, las noticias se han sucedido, unas tras otras, revelando potenciales irregularidades en la asignación, transferencia y uso de fondos públicos. Objetivo sin duda loable, toda vez que la Fiscalía investiga la comisión de múltiples delitos que horadan la confianza pública.

Por el momento, el caso gira en torno a la búsqueda de las responsabilidades, tanto políticas como penales, pero no hay evidencia de un análisis más detallado y profundo acerca de quienes son los afectados que están al final de la cadena, los ciudadanos que potencialmente debían ser los beneficiarios de tales recursos. Lo más probable es que el término anticipado de los convenios en varias regiones del país dejó con el sabor amargo de la frustración a cientos de profesionales, artistas, gestores culturales y estudiantes que de la noche a la mañana vieron cómo sus proyectos se paralizaban por la falta de recursos.

De acuerdo con el informe final de la comisión investigadora de la Cámara de Diputados, el foco de la presunción es que una parte significativa de estos fondos habrían sido desviados para fines distintos al objeto de los convenios, tales como compras a sobreprecio y pagos a empresas vinculadas a integrantes de la fundación, mediante contratos directos sin respaldo documental. En el informe se lee que “los antecedentes recabados permiten apreciar un posible modus operandi sistemático”, dando a entender una acción concertada para defraudar al Estado, aprovechando los amplios vacíos de procedimiento y las debilidades institucionales existentes.

Y aquí estamos en la afanosa búsqueda de los responsables. Al final de cuentas todo este descalabro sucede, en gran parte, por la incapacidad del Estado para gestionar directamente estos recursos en beneficio de los ciudadanos; y también, por la ambición desmedida de algunos que vieron la oportunidad perfecta para beneficiarse de los recursos públicos bajo una aparente legalidad institucional. A pesar de la justificada indignación ciudadana que este y otros casos han provocado, hemos visto que tras el paso del tiempo, a veces no mucho, se difuminan las responsabilidades políticas, se alargan los plazos y se cultiva el olvido.

Si en la era analógica del siglo pasado la revelación de los innumerables escándalos políticos dependía principalmente de periodistas dispuestos a investigar hasta las últimas consecuencias y de un sistema judicial receptivo, entrando al nuevo siglo hay un giro notable: ya no son solo los medios tradicionales los revelan oscuros secretos de Estado, sino que también irrumpen ciudadanos usando las nuevas tecnologías, desencadenando un debate global sobre los alcances de la privacidad, seguridad y rendición de cuentas, cuestión que marca el comienzo de una era en la que los dispositivos electrónicos son los protagonistas estelares de los escándalos políticos más resonados. Así, llegamos a la transparencia radical donde cualquiera, desde un ciudadano común y corriente hasta el mismísimo presidente, puede ser escuchado, grabado, vigilado o espiado.

Sin embargo, contra las expectativas, esta avalancha de revelaciones no ha contribuido a fortalecer la confianza ciudadana; por el contrario, ha generado una sensación de híper desconfianza, donde todos se cuidan de lo que dicen y escriben; con una enorme cantidad de datos circulando, imposibles de procesar simultáneamente, y todo tipo de filtraciones que hacen difícil distinguir lo relevante de lo anecdótico. Así, la evidencia explícita de qué llamadas, mensajes o búsquedas en internet podrían ser eventualmente interceptados con autorizaciones judiciales basadas en antecedentes, a lo menos, erróneos, tal como lo dictaminó el viernes la Corte de Apelaciones de Antofagasta, alimenta el clima de sospecha, la autocensura y la desconfianza hacia las instituciones y también hacia las personas.

A pesar de los reiterados y bien intencionados intentos por construir un marco normativo a la altura de los desafíos actuales, muchos de estos mecanismos implementados en el transcurso de los últimos gobiernos han devenido en rituales burocráticos interminables, y en algunos casos, en meras pantomimas o simulacros. El resultado final es que tenemos un ciclo rotativo de escándalos sin desenlace real, en que cada nueva revelación provoca oleadas momentáneas de indignación ciudadana y múltiples promesas de sanción, pero donde al cabo de unos meses todo vuelve a la normalidad, como si nada hubiera pasado. Un trabajo perfecto, que pareciera estar digitado por ese Ministerio de la Verdad descrito en el universo Orwelliano de 1984, donde los hechos se reescriben diariamente de manera minuciosa con el objetivo de servir a los intereses del Partido.

Aunque la rendición de cuentas es enarbolada como un principio normativo central para evaluar la calidad democrática de un país, estamos ante la evidencia de que en nuestro caso se trata más bien de una aspiración que de una práctica efectiva. Así, en el transcurso de las últimas décadas la desconfianza hacia las élites se ha profundizado exponencialmente; todo esto en un contexto de polarización aguda, fragmentación creciente del sistema de partidos y la porfiada persistencia de lógicas clientelistas que debilitan la instalación de una cultura de responsabilidad, y que terminan por alimentar la rabia ciudadana contra la clase política.

En este sentido, la sola rendición de cuentas sin mecanismos de fiscalización robustos que resuelvan los vacíos legales y de procedimiento, se reduce a un discurso vacío que simula apertura institucional sin alterar o afectar las estructuras reales de responsabilidad. Superar este estado de las cosas exige avanzar hacia una nueva institucionalidad, en donde asumir la responsabilidad política deje de ser un ideal retórico y se convierta en una práctica estructural y obligatoria de la democracia.

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