Arriba y abajo en el periodismo musical
Hay enseñanzas en las trayectorias de famosos críticos y reporteros que decidieron ampliar su campo de actuación


Esto no interesará mucho pero me apetece confesarlo. En otros tiempos, cuando coincidíamos los periodistas musicales, solíamos discutir sobre la profesión. Podía ocurrir viendo artistas en el extranjero y, antes de que salten los haters, urge señalar que no eran necesariamente excursiones de lujo: después de un concierto digamos en París, nos dieron un bocadillo de chóped (lo recuerdo por la furia del compañero Àngel Casas, reconocido sibarita).
En esas reuniones, habituales en los tiempos muertos de aeropuertos, ocasionalmente repasábamos las carreras de colegas foráneos. Como Jon Landau (Nueva York, 77 años), que comentó un concierto de un cantante de New Jersey en términos hiperbólicos —“Vi el futuro del rock and roll y su nombre es Bruce Springsteen”— y terminó convertido en su productor, manager y gurú. Abandonando, claro, sus funciones de rock critic. Hizo bien, igual que Julián Ruiz que también se reinventó como productor y renunció a comentar la escena nacional.
Había otras historias aleccionadoras, a veces con agria moraleja final. La trayectoria del británico Andy Kershaw (Lancashire, 65 años) parecía confirmar nuestra esperanza optimista de que puedes-ser-lo-que-quieras-ser. Se coló en la industria gracias a su puesto de programador de conciertos en la Universidad de Leeds, lo que desembocó en un trabajo como road manager de Billy Bragg. Abandonó al cantautor de guitarra eléctrica cuando le ofrecieron presentar The Old Grey Whistle Test, el muy prestigioso programa televisivo. Por su desparpajo, en 1985 copilotó la transmisión del multitudinario concierto benéfico Live Aid. Ese mismo año, aterrizó en la Radio 1 de la BBC, fichado seguramente como posible reemplazo para el divinizado pero problemático John Peel. Muy celoso de su estatus, Peel le consideró como presencia hostil.
En verdad, competían en diferentes ligas. Peel funcionaba como el campeón del rock independiente, mientras que Kershaw, más abiertamente arrogante, apostaba por los sonidos de raíz y la world music. Detestaba, claro, esa etiqueta pero fue su máximo difusor en el Reino Unido. Voló a muchos países, tanto en África como en el Caribe (con especial querencia por Haití) o a la inasequible Corea del Norte. Su capacidad comunicativa le facilitó protagonizar documentales, tanto de audio como de video. Una probada habilidad para moverse por zonas calientes del planeta le elevó a la aristocracia del periodismo: corresponsal de guerra. Al mismo tiempo, ejercía como presentador de festivales como el de Glastonbury.
Estaba en la cumbre de sus diversos oficios. Viajaba a dónde quería (muy frecuentemente, se pagaba los desplazamientos de su bolsillo) y podía elegir entre potentes plataformas para narrar sus aventuras en prensa escrita, radio, TV. Y entonces, zas, la debacle.
Emparejado con Juliette, padre de Sonny y Dolly, Andy ansiaba una familia idílica entre misión y misión. Pero su estilo de vida facilitaba cierta promiscuidad y su compañera se hartó. Ella se trasladó a la isla de Man y Kershaw no asimiló la ruptura. Violó en varias ocasiones una orden de alejamiento, intentando conectar con sus hijos, y terminó en la cárcel. Todo, amplificado por la prensa sensacionalista: desde aquí, cuesta imaginar las dimensiones de la popularidad de los locutores británicos.
La caída tuvo repercusiones: desapareció de las emisoras y las cabeceras de relumbrón. Así que, concluíamos apesadumbrados en nuestras tertulias, el de Andy Kershaw tampoco era un modelo envidiable.
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