La vida semiclandestina del verdadero príncipe del ‘brit-pop’
Nos citamos con el líder de Pulp, Jarvis Cocker, para descubrir qué hace un ídolo cuando decide que ya no quiere serlo jamás

EL programa de esta noche en el Club Pigalle Follies es largo. Comenzó por la tarde y, pasada la medianoche, Kiddy Smile, un productor local, pincha electrónica muy macarra. El público –muy joven, muy sexy, muy parisino– disfruta de los sube y baja como si estuviera en unos autos de choque. El siguiente artista –“invitado sorpresa”– llega sin transición. Primero, un tipo disfrazado con un mono naranja y peluca lanza bases electro pelín anticuadas, pero bien. Entonces sube al escenario un hombre alto y delgado con la cara pintada de negro. Más que cantar, grita. Baila como si estuviera practicando kárate. Por todas partes –bajo los ojos, en las mangas, en el pantalón– hay líneas fosforescentes que en la espalda forman dos palabras: Relaxed Muscle.
Y entonces me doy cuenta: eso que parece un zombie después de un accidente de tráfico es Jarvis Cocker.
Cocker ofrece imprevisibles conciertos para cien personas o da charlas en Oslo. Antes de la entrevista, nos advierte: “No enseño los pechos. Ni aunque sea para la portada”
A Jarvis Cocker le gusta ahora hacer este tipo de cosas. Actuar un jueves en París frente a cien personas con un proyecto que fundó hace 15 años y no llegó a ningún sitio. O dar una charla en Oslo. Porque sí. Porque puede. Porque se forró con la gira de regreso de Pulp y el dinero no es problema. Porque no siente la presión que le acució desde niño, la de conseguir ser famoso, ni la que le atenazó en la treintena, haberlo logrado y no saber manejarlo. Cuando le preguntas por aquellos momentos se revuelve incómodo. “Intento no pensar en ello, la verdad”, contesta como rogando que cambies de tema.
Cocker lideró Pulp, junto con Blur y Oasis la santísima trinidad del brit-pop. Eran los noventa y el pop del Reino Unido reconquistaba el mundo. Qué momento para ellos. La BBC abría los informativos con noticias sobre aquellos músicos que eran celebrados por multitudes en todas las capitales que recibían MTV. Tony Blair, flamante primer ministro laborista tras década y media de gobierno conservador, invitaba a los grupos a su residencia para hablar de los problemas de la juventud. Cocker escribió Cocaine socialism, una premonitoria sátira de la izquierda caviar.
La euforia duró unos años. No muchos. En 2002, Pulp, más que disolverse, se desvaneció. Casi diez años después volvieron con una gira absolutamente triunfal en lo artístico y lo económico. Una veintena de conciertos en la mayoría de los grandes festivales del mundo: Primavera Sound, Coachella o Glastonbury. El 8 de diciembre de 2012 volvían a despedirse en su ciudad natal, Sheffield, ante 15.000 espectadores.

“No sé si es un cierre definitivo. Pulp siempre ha funcionado de la misma manera. Hacemos lo que sentimos. Todos los de la banda somos amigos. Y también, y esto es importante, todos seguimos con vida. No es como otras bandas, que se odian, están juntos por el dinero y viajan en coches diferentes. Fuimos muy felices al volver. Era algo bueno, no algo triste. Y no sé si lo haremos otra vez. Habrá que verlo. Pasará si sentimos que es lo correcto”, dice horas antes de su sorprendente aparición en el Pigalle Follies.
Estamos sentados en dos sillas en el patio interior del Phonomuseum, que exhibe una preciosa colección de aparatos analógicos de reproducción de música. Llamar a esto entrevista sería faltar a la verdad. La realidad es que Red Bull ha montado una semana de actividades en París. Hoy se centra en siete espacios de Pigalle. Jarvis Cocker vive allí. (“Parcialmente”, matiza). Se mudó a la capital sa hace 13 años, cuando se casó con la estilista gala Camille Bidault-Waddington. Aquí se cría su hijo, Albert, y por eso, aunque se divorció en 2009, nunca ha abandonado del todo la ciudad, donde todo el mundo le conoce. “Dicen que los parisinos son estirados, pero que aguanten mi pobre francés demuestra lo contrario”, bromea.
Se ha prestado a participar en el festival por amistad. Su plan es apretado. El directo, una sesión de DJ de madrugada (pinchará música de Kratfwerk, The Stooges...) y dos charlas en el museo sobre sus canciones favoritas. De alguna manera, no sé exactamente cuál, le hemos convencido para que entre ambas se siente con ICON para hacerse unas fotos y hablar. No parece muy convencido. Al fin y al cabo, no tiene nada que vender. Se le explica que la redacción de esta revista le considera uno de los tipos más interesantes que ha dado Europa en los últimos 30 años y que por eso nos da igual que no haya editado un nuevo álbum desde 2009. Él echa una mirada guasona y dice: “No enseño los pechos. Ni aunque sea para portada”.
"De niño pensaba que la fama era como esa escena de ‘Fiebre del sábado noche’ en la que Travolta entra en el club y todos le iran. En realidad es bastante desolador”
Prepara nuevo disco, cuenta. Room 29, un espectáculo ambientado en la habitación 29 del hotel Chateau Marmont de Los Ángeles creado a medias con otro outsider, el pianista alemán Chilly Gonzales. “Todo gira alrededor de una habitación de hotel. No es un musical, pero tiene una historia. Es un espectáculo multimedia. Hemos inventado una nueva forma de entretenimiento que está en algún lugar entre un concierto, un espectáculo teatral y una película. Sólo necesitamos un holograma”.
Todo muy artístico, muy menor. Como tocar disfrazado en un club para cien personas. Rehuye cualquier trabajo que le devuelva al estatus de estrella del pop. Ya lo fue, y parece pensar que esa no es una ocupación para un hombre divorciado de 53 años con un hijo adolescente. Aprovechando el éxito de la gira de Pulp podrían haber editado un disco nuevo (perdón, dos), como han hecho Pixies. O reeditado sus peores trabajos en cajas de lujo, como está haciendo Oasis.
Él parece contento en un discreto segundo plano. “No habrá ningún disco nuevo de Pulp porque ya nos costó bastante aprendernos otra vez las canciones viejas. Si la vuelta funcionó fue porque era la forma perfecta de ir de gira. La gente conocía los temas. No es como cuando acabas de editar un disco y tienes que tratar de persuadir a la gente de que es bueno. A la gente ya le gusta. Y ni siquiera teníamos que dar entrevistas, porque ya estaban vendidas las entradas”.