Privar de difusión a ideas repugnantes no es censura
Tenemos derecho a nuestras creencias, no a hechos propios. Limitar el alcance de la mentira es una opción razonable


Qué deben hacer los periodistas que cubren la Casa Blanca: ¿reproducir el vídeo que mostró el presidente Trump para enseñar cómo son perseguidos y desposeídos los agricultores afrikáneres en Sudáfrica o limitarse a recoger el hecho de que fue exhibido durante la visita oficial del presidente de ese país africano? ¿Reproducir un contenido que malinterpreta la realidad, puesto que los afrikáneres sufren en su país la misma violencia que los negros, como demuestran los datos, o negarse a servir de altavoz a una falsedad limitándose a testimoniar su existencia? ¿Qué deben hacer los periodistas españoles: recoger el hecho de que una organización llamada Hazte Oír colgó frente al Congreso un gran cartel insultando al presidente del Gobierno, que fue retirado por los bomberos, o reproducir unas mil veces la imagen de esa lona, con sus insultos, logrando que los impulsores del cartel consigan su objetivo?
Bernhard Pörksen es profesor de Estudios de Medios en la Universidad de Tubinga y acaba de publicar un interesante ensayo en la revista Der Spiegel sobre cómo cubrir las informaciones relacionadas con la extrema derecha. “Ignorar deliberadamente ciertos puntos de vista inhumanos”, escribe, “no es censura, sino lo que conocemos como civilización”. Privar de difusión a puntos de vista repugnantes es razonable. No se pueden ignorar, pero sí se puede privarlos de mayor difusión.
El fenómeno de la posverdad, la creación de realidades “paralelas”, es todavía más peligroso y difícil de combatir que las noticias falsas. La posverdad manipula aún más el debate público porque interfiere con contribuciones altamente elaboradas que desvían la atención hacia asuntos que no tienen interés público pero que ayudan al objetivo fundamental de todo el entramado: lo que el filósofo francés Bruno Latour denomina “erosión de un mundo común”. La pérdida de un suelo sobre el que todos estemos instalados, al margen de nuestras creencias particulares, y sobre el que se discuten diferentes propuestas, interpretaciones o convicciones. La falta de ese suelo común, su degradación o desgaste, es el principal producto y objetivo de la posverdad.
La propaganda ha sido siempre un elemento importantísimo para regímenes autoritarios. Hannah Arendt explica en su libro Los orígenes del totalitarismo que “antes de que los líderes de masas tomen el poder de ajustar la realidad a sus mentiras, su propaganda se caracteriza por su extremo desprecio por los hechos como tales, pues, en su opinión, los hechos dependen enteramente del hombre que puede fabricarlos”.
Con el paso de las décadas, el problema, bien detectado y explicado por los expertos en los movimientos totalitarios del siglo XX, lejos de atajarse, se ha ido expandiendo, gracias sobre todo al soporte digital. Los medios digitales dan una dimensión enorme a esa realidad paralela, desconocida hasta ahora. Y sobre todo, el fenómeno de la posverdad empieza a ser utilizado por todo tipo de movimientos políticos, no necesariamente totalitarios, que perciben su utilidad como herramientas para alcanzar sus objetivos. El uso de la posverdad, la negación de un suelo común de debate, la erosión de un mundo común, se ha instalado en la política de una manera desmesurada, quizás inconsciente de su alcance, pero suicida.
¿Qué pueden hacer los periodistas frente a ese acoso de realidades paralelas? Quizás lo primero sea recordar el dicho según el cual tenemos derecho a nuestras propias creencias, pero no a hechos propios. Los periodistas dan testimonio de lo que observan y comprueban y tienen como objetivo colocar en la agenda del debate público (con un mismo suelo) temas que creen, de acuerdo con su formación y profesionalidad, que interesan o deben interesar a sus lectores, oyentes o espectadores, porque afectan realmente a su vida y a sus compromisos como seres humanos. Los periodistas, afirma el profesor Pörksen, deben privar de difusión a puntos de vista repugnantes. A relatos de posverdad.
La obligación de los periodistas de luchar por evitar la expansión de posverdades es una cuestión de profesionalidad. Es posible que muchas personas que se autocalifican de periodistas ignoren ese principio básico, pero eso simplemente testifica su alejamiento de este oficio. Los profesionales saben que una ficción compartida no deja de ser una ficción y que abandonar los hechos para convertirse en altavoces de creencias es, en palabras de Timothy Snyder, abandonar la libertad.
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