Nadie se enfada tan bonito como los adolescentes
Tu hijo se rebelará contra todo lo que eres para empezar a descubrir quién es él. Y está bien así

A veces quiero que el tiempo se detenga. No envejecer, como no envejecen las canciones que escuchaba con 16 años. Entonces no tenía muy claro el tipo de hombre en el que me estaba convirtiendo. Iba por ahí con un cuerpo demasiado grande y lleno de pelos que me resultaba ajeno y no sabía manejar. La ropa me quedaba chica, la bici parecía haber encogido. Incluso la vida me parecía demasiado pequeña. Era un crío encerrado en el cuerpo de un señor.
Fui un adolescente enfadado con el mundo. Nunca me he cabreado tan bonito como entonces y mira que lo he intentado. Pero es que nadie se enfada como los adolescentes, que no dirigen su ira hacia una persona concreta, sino al universo. Tiene su enfado cierta épica, no es como esa versión costumbrista y rebajada en agua de los adultos. Es una rabia que determina el tipo de persona en que se acabarán convirtiendo. Porque en esos años construyes tu carácter por oposición, sabiendo no tanto quién quieres ser de mayor, sino quién no quieres ser.
Yo no quería ser mi padre, y mira que ahora me gustaría haber sido un poco más como él. Crecí por oposición a mis padres, reafirmándome en sus opuestos. Supongo que nadie quiere ser papá con la inmensidad de una vida adulta por estrenar. Ser normal no es una virtud, pensaba entonces, es una estadística. Y ser padre era lo más mediano y normal que podía pasarme. Todo el mundo es el hijo de alguien.
Y me resulta irónico ahora que yo también soy padre. Matteo es tan pequeñito que la vida no le ha empezado a pasar. Se ríe a borbotones, y cuando se enfada parece ponerse en ebullición. Tiene emociones de niño: puras y básicas. Yo le enseño a jugar, a caminar. Le enseño la vida y solo puedo hacerlo a través de mis ojos. Sospecho que en el fondo solo le estoy enseñando algo contra lo que rebelarse. Que con los años llegará a la adolescencia y se enfadará conmigo y con todo lo que yo represento. Pienso en largas dinastías de rebeldes, en sucesivas generaciones de valores pendulares, un constante epatar a los padres para deleite de los abuelos.
Decía la poeta y filósofa Simone Weil que cada generación intenta cumplir el sueño de la anterior, que vive respecto a los ideales que ha mamado de pequeño y se da cuenta demasiado tarde de que eso que lleva tanto tiempo persiguiendo no era lo que quería, sino lo que le dijeron sus padres que tenía que querer. Quizá por eso nos enfadamos con ellos al empezar a convertirnos en adultos, porque nos damos cuenta de que los sueños que perseguíamos eran prestados y que tenemos que construir los nuestros.
Mi generación se dio cuenta, quizá demasiado tarde, de que el trabajo no te define. Comprobó que la ambición no es una virtud y que el alcohol no siempre es necesario para regar el ocio. Me pregunto qué mentiras generacionales le estoy transmitiendo a mi hijo, qué grandes verdades se descubrirán como un fraude cuando crezca. Qué me echará en cara.
Crecer es comprobar que el futuro no era para tanto. Que los padres no siempre comen huevos por otros factores que uno no ve de niño, como el colesterol, las macrogranjas y la inflación. Que lo hacen lo mejor que pueden.
Es entonces cuando entiendes que la vida también te domesticó a ti, que da igual lo fuerte que intentes ser aquello que te prometiste, la realidad adulta nunca estará a la altura de los sueños adolescentes. Y asumes que es más fácil el enfado, por muy poético que sea, que la comprensión y la aceptación. Que tu hijo se rebelará contra todo lo que eres para empezar a descubrir quién es él. Que te odiará, pero que también eso pasará. Y que está bien así.
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