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Estar sin estar
Columna
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¡Pa’atrás ni pa´pensar!

Voy a volver a abrir las alas e inaugurar las páginas blancas como un inmaculado campo blanco en espera de su tipografía

Jorge F. Hernández
Jorge F Hernández

Vuelo para volver pero no me voy. Vuelvo volando para revolver el trastero donde hace un año quedaron resguardados libros, ropa, recuadros y recuerdos. Allá, mis hijos y la urgencia constante de abrazarlos. Hace doce meses volvía a México sin imaginar que sólo mi hermana y un amigo de veras me salvarían del abismo y hoy vuelvo a Madrid con una novela cuya trama concluye en Madrid y la España entera (aunque no han dicho si piensan venderla en esos escenarios) y dejo dos libros al filo de la imprenta para volver a México en cuanto termine de volver a Madrid para sellar párrafos pendientes e inaugurar páginas de una nueva vida inédita e impredecible.

De ida y vuelta cumplí un año más llorando y riendo el Quijote de un tal Cervantes y amanece mayo con mayores alegrías aunque abril abrió ese enigmático párrafo con el que cierra Cervantes la Segunda Parte de su inmensa novela. Pocas páginas antes de un final fulminante, Don Quijote y Sancho se encuentran en una venta con Don Álvaro Tarfe. Es decir, a principios del siglo XVII (mucho tiempo antes de Woody Allen o la llamada Inteligencia Artificial) Cervantes cocina el encuentro de su Quijote y Sancho nada menos que con un tal Tarfe, personaje morisco y oscuro que aparece en el desdichado Quijote apócrifo firmado cobardemente por un anónimo Avellaneda.

El encuentro es la más elegante y delicada forma de la venganza, al tiempo multiplicación poliédrica de la imaginación. El Caballero de la Triste Figura al filo de volver a su aldea y volver a ser el cuerdo Alonso Quijano o Quijada se sabe real y palpable ante Álvaro Tarfe quien asegura haber convivido con la caricatura que escribió Avellaneda: un Quijote de pastelazo y falso, más un Sancho de tropezones y falto de gracia. Es el propio Sancho que en un solo párrafo largo le demuestra al tal Tarfe la vera gracia y encendido ingenio de un entrañable gordito palpable, distorsionado por Avellaneda en su impostura.

Dos héroes en tinta se enfrentan a un advenedizo morisco que va de vuelta a su natal Granada habiendo trabado aventuras con otros dos clones malogrados de esos mismos dos héroes que en pocas palabras le demuestran el birlibirloque que leo cada año porque nada es lo que parece y lo sabe Don Quijote el verídico, el palpable y apasionado de Dulcinea, el que campea por el mundo desfaciendo entuertos y existe cada vez que es leído. Es más, Sancho y Quijote existen en el instante mismo de su lectura por sílabas como si nacieran al mundo reviviendo en un instante el momento mismo en que son escritos por Miguel de Cervantes Saavedra, hoy mismo en piel de piedras y página de piel.

Lo supo Alonso Quijano desde su primera salida a solas, aún sin Sancho su escudero pero ya transformado y transterrado en Don Quijote de la Mancha y lo exclama abatido tras una primera trifulca: “¡Yo sé quién soy!” responde a un buen hombre que cree reconocer en él al señor Alonso Quijana, llamado el Bueno. En el juego de espejos, Quijote sabe quién es incluso al acercarse muchas páginas adelante a los últimos capítulos de su interminable aventura y así se asoma ya el enigmático párrafo donde Cervantes decide escribir su muerte (¡a la mitad de un párrafo y sin aspavientos!) porque sólo muriendo ha de vivir para siempre, sólo muriendo cancela toda posibilidad de que otro Avellaneda intente reinventarlo y sólo muriendo Alonso Quijano es que Don Quijote se vuelve inmortal.

Tan intemporal que incluso puede encarar a Don Álvaro Tarfe, personaje de ficción, y aclararle la realidad: no es lo mismo andar jugando a las mentiritas avellaneadas que campear por toda la mancha tipográfica y más allá en el maravilloso limbo de la ficción. Literatura pura por encima de la del imperio de la mentira en el mundillo de las inmundicias que nos rodea. Así que vuelvo al cuento inexplicable de que ayer no sabía nada ni del boleto de avión o el itinerario fijo para este fin de semana y aquí estoy en tinta al filo de volver a las nubes y cruzar la Gran Vía en schotis veloz para llegar cuanto antes al atrio del Monasterio de El Escorial, falsa parrilla de San Lorenzo que es en verdad la recreación del Templo de Salomón, construido por Felipe II encima de la Boca del Infierno.

No pienso hundirme en ese abismo, sino volver a abrir las alas e inaugurar las páginas blancas como un inmaculado campo blanco en espera de su tipografía. Es un azar sincronizado donde pienso sintonizar recién bajado de un avión con el coro que ha de estrenar el grupo Zuaraz con una nueva canción ya con olor a Grammy donde nos recuerdan en taquicardia “¡Camina… pa’atrás ni pa’pensar!”.... ese montuno que es quizá lo que sienten los héroes que se levantan de toda caída, los regordetes que destilan su gracia natural sin vodeviles impostados, los arcángeles que cantan desde niños y las musas que parecen estar siempre al lado para que me diga “¡Ca-mi-na, pa’atrás ni pa’pensar!"

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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