Y líbranos de la opa, amén
La operación del BBVA sobre el Sabadell supondrá una reducción de sucursales y de plantilla. Algo tendrá que decir el Estado al respecto, siempre y cuando esquive la barrera de Bruselas


Una de las cosas más luminosas que nos ha ocurrido últimamente, y que conviene guardarla en la memoria, es la petición insistente de los directivos del Banco Sabadell para que el Gobierno español paralice la opa que lanzó sobre su entidad el BBVA. No se trata tanto de entender el asunto de una manera técnica, sino con una aproximación plástica. El hecho de que un sector como el bancario solicite una regulación estatal nos alecciona sobre algo que es evidente pero que suele ocultarse con un oportunismo creciente. Lo hemos visto también con las energéticas y otras empresas sistémicas, que suelen refugiarse tras el paraguas estatal cuando llueve, pero reclaman su total libertad de movimientos cuando hace sol. En el fondo no son muy distintos de esos exitosos internautas que se instalan en Andorra para no pagar impuestos, pero que regresarán a exigir las atenciones de los hospitales públicos cuando les llegue la hora de la resonancia magnética y el ciclo de quimioterapia. La naturaleza humana es así, no existe animal con mayor potencia para alcanzar la individualidad absoluta, pero siempre muere llamando a mamá.
A cualquiera que se asome a la opa lanzada por un gran banco sobre otro más pequeño le vence de inicio esa fatalidad marina de los peces gordos devorando a los chicos. En este caso, la inevitable volatilidad del grande, expuesto a los vaivenes del negocio en dos países tan enormes como México y Turquía, le resulta de lo más suculento merendarse a un banco pragmático y que ha captado las cuentas de las medianas y pequeñas empresas con una oferta bien planificada. Hace algunos años un político proclive a las frases obtusas definió a los catalanes como gente que hace cosas. Pues entre otras cosas hacen bancos y el Sabadell es una muestra palmaria. Detrás de la opa se esconde una reducción de sucursales y plantilla en la que sí tendría algo que decir el Estado español, siempre y cuando esquive la barrera de Bruselas, proclive a las fusiones, pues sueña con una Europa de grandes marcas. Uno de nuestros lastres es haber permitido que cinco empresas de Silicon Valley se conviertan en monopolios abusivos que extraen del esfuerzo de todos unos beneficios magmáticos que se reparten indecorosamente.
En pocas semanas conoceremos el desenlace del combate que se está jugando a cara de perro en despachos y foros financieros con bofetadas de anuncios en prensa. Ha sido digno de análisis el batallar publicitario entre los dos bancos. A nosotros, como legos en la materia y pequeñas hormigas pisoteadas en el día a día, lo que más huella nos debe dejar es precisamente la exigencia de intervención. A estas alturas ya sabemos que los mercados son incapaces de sobrevivir a su propia lujuria sin una regulación clara y precisa. Lo vemos con la crisis de la vivienda en las grandes ciudades, un conflicto que amenaza ese negocio imbatible y cómodo propiciado por los 100 millones de turistas anuales. Los profetas de la motosierra y otros aprovechados populistas llaman elefante paquidérmico al Estado cuando el viento sopla a favor, pero en la primera catástrofe o amenaza corren a afear la poca intervención y la escasez de medios del rescate público. Para soportar sus embates, que llegan desde el circuito electoral con un descaro abrasivo, nos viene fenomenal recordar a este amplio sector del empresariado y la banca que llevan meses requiriendo que el Gobierno estudie, tase y corrija lo que es toda una dentellada de tiburón.
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