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¿Por qué no dejamos de desear cosas, estatus y experiencias?

Queremos tener, pero también molar, en un proceso intensificado por la tecnología y vehiculado por el ‘marketing’ y la publicidad. Ya lo señalaba el filósofo Mark Fisher

Una mujer come una hamburguesa en el primer McDonald's que abrió en Rusia, en Moscú, el 31 de enero de 1990.
Sergio C. Fanjul

En un anuncio de Apple, dirigido por Ridley Scott en 1984, una mujer con atuendo informal y colorido se rebela contra unos grises funcionarios que recuerdan al Gran Hermano de 1984, de George Orwell. El mismo año, otro anuncio de Levi’s relata cómo un hombre cuela unos jeans de contrabando en la Unión Soviética. Más recientemente, en 2011, la política conservadora británica Louise Mensch criticaba a los manifestantes anticapitalistas de Occupy Wall Street por beber café de Starbucks y utilizar iphones, productos estereotípicos del sistema que proponen superar. Queremos cosas y queremos las mismas cosas. Son tres ejemplos que ilustran las relaciones entre el deseo consumista y el capitalismo, cómo el primero ha sido instrumentalizado por el segundo, tal y como se recogen por el pensador Mark Fisher en Deseo postcapitalista (Caja Negra), uno de los volúmenes relacionados con este espinoso asunto. Por ejemplo, Capitalismo libidinal (NED Ediciones), de Amador Fernández-Savater, o Política del malestar (Debate), de Alicia Valdés.

“Muchos puede que reclamen, éticamente, que quieren vivir en un mundo diferente, pero libidinalmente, al nivel del deseo, están comprometidos con la vida en el capitalismo actual”, dice Fisher en una de las clases recopiladas en el texto, un curso dictado en Goldsmiths, Universidad de Londres, que terminó abruptamente cuando se quitó la vida, en enero de 2017. La Unión Soviética, como se ve en el anuncio de los vaqueros antes citado, no solo se veía como políticamente represiva, sino como una represora de ese deseo de consumo (Levi’s, Nike, McDonald’s), que soliviantaba sobre todo a las generaciones jóvenes. La apertura del primer McDonald’s en Moscú, en 1990, fue visto como un símbolo de apertura: se formaron colas kilométricas y se dijo que, solo en el primer día, habían atendido a 30.000 personas en busca de las delicias fast food del capitalismo estadounidense. El payaso Ronald estaba contento en el país de los sóviets.

El capitalismo había dejado de ser una fuerza antipática y explotadora que condenaba a los proletarios a la alienación en la cadena de montaje, y se convertía en un capitalismo de seducción, en palabras de Gilles Lipovetsky, que no solo no era rechazable, sino que era, y es, deseado. El sistema dejaba de basarse en la coerción o la imposición para hacerlo en el atractivo irresistible de lo colorido, lo voluptuoso, lo banal, lo adictivo. La felicidad estaba al alcance de la Mastercard. Un capitalismo con altas dosis de glutamato monosódico y no solo basado en el consumo material sino también en el ansia de experiencias, estatus y realización personal. En esas seguimos: queremos tener, pero también molar, en un proceso intensificado por la tecnología, vehiculado por el marketing y la publicidad, que maximiza el deseo, difunde globalmente los imaginarios convenientes y secuestra la atención, hasta mercantilizar las conexiones afectivas y las relaciones humanas. Nos convertimos en productos: queremos elegir y ser elegidos.

La vida como mercado

“El capitalismo libidinal es la fase en la que el capital ha captado no ya solo el trabajo o el ocio, sino toda la energía libidinal del ser humano. La vida aparece naturalmente como mercado. Nos movemos en Uber, viajamos en Airbnb, ligamos en Tinder, nos informamos en Google, nos entretenemos en Netflix. Por decirlo con los clásicos, es el capital en un grado tal de acumulación que produce su propia humanidad”, cuenta Fernández-Savater. Este autor toma como referencia el ensayo de Jean-François Lyotard Economía libidinal, de 1974, donde, influido por el psicoanálisis, ya aborda cómo los deseos, las pulsiones y la energía libidinal son influyentes en los procesos políticos y económicos. Deleuze y Guattari también describieron cómo el sistema “esquizofrénico” libera el deseo, pero para convertirlo en mercado. Esta versión del capitalismo surgió en los años sesenta y setenta, cuando los movimientos políticos y contraculturales subvirtieron el rígido capitalismo anterior, pero acabaron asimilados por este.

La creatividad, la libertad, la autoorganización, la flexibilidad, la frescura informal ahora forman parte del sistema que querían derrocar, como señalaron Luc Boltanski y Ève Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo (Akal). Lo que en un momento es crítica radical se convierta en el momento siguiente en una sugerente aspiración consumista o en una forma de distinción cool. Así acaba funcionando como maquillaje para la precariedad y la desigualdad. “Los malestares que hoy proliferan son la cara B del éxito neoliberal: la multiplicación de vidas rotas bajo la presión del rendimiento, la competitividad, el siempre más”, añade Fernández-Savater. Al final de la fiesta del capitalismo libidinal, y sobre todo para los perdedores de la economía simbólica, hay un vacío: insatisfacción, ansiedad, depresión.

“El capitalismo utiliza estrategias vinculadas al deseo para su propia reproducción”, afirma Alicia Valdés. Se persigue que todos deseemos los mismos productos, y busquemos diferenciarnos en la similitud: nunca hemos querido ser tan diferentes, pero quizá nunca hemos sido tan iguales. Mismos teléfonos, mismos muebles, mismas series, mismas prácticas tecnológicas. Pero el deseo no se acaba de saciar y, en una constante huida hacia delante, no se percibe un aumento del bienestar a través del consumo. Según muestra la paradoja de Easterling, un mayor nivel de ingresos (y, se entiende, de consumo) no va aparejado a un mayor bienestar, siempre y cuando las necesidades básicas estén cubiertas. Ya cubiertas, el ingreso creciente cada vez cuenta menos para ser feliz.

“El capitalismo nos vende la idea de que el deseo puede ser culminado, satisfecho a través de los objetos o imaginarios que nos vende, pero sabe que no es así”, dice Valdés. Es la razón, señala, por la que las marcas ofrecen muchas gamas del mismo producto con diferencias superficiales, para que sigamos consumiendo en pos de una satisfacción siempre postergada. Así el deseo, exhausto, empachado, omnipresente, se acaba por desdibujar: “Aquí no hay deseo ninguno”, reflexiona Fernández-Savater, “la nuestra es una sociedad sin deseo. El malestar es justamente por ausencia de deseo. El deseo es en primer lugar una pregunta y un camino por inventar. Lo que hay hoy es adhesión libidinal a los objetos y las respuestas que se nos ofrecen, pero deseo, entendido como desplazamiento, no hay ninguno”.

Se propone otro tipo de deseo no consumista o, como en el libro de Fisher, postcapitalista. “Necesitamos alternativas, generar imaginarios donde el deseo no sea visto como algo execrable vinculado a un nihilismo o hedonismo exacerbado. Desde la izquierda hemos pecado de entender el deseo como una pasión baja en la que nuestras conciencias ilustradas no tenían nada que ver”, dice Valdés, que aboga por un deseo del no-todo: aceptar que el deseo no puede ser satisfecho en su totalidad, porque no hay vida más triste que aquella en la que no se encuentra el deseo, que es un motor de la existencia.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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