Revertir la familia
La invitación a cambiar lo orgánico por lo electivo representa muy bien un sentir común de nuestra época: que todo aquello que no elegimos es una rémora


“La familia es una institución que hay que revertir como el concepto que teníamos de tradicional y llevártela a la familia que eliges, a la familia que son las personas con las que compartes tu tiempo, a las que quieres abrazar, te dan buenos consejos y, en definitiva, te enseñan un montón”. Lo decía Inés Hernand en la presentación de La familia de la tele, el programa que presentará a partir de finales de abril en TVE junto a María Patiño y que contará con colaboradores como Belén Esteban o Kiko Hernández. Será un formato curioso de analizar, como curioso de analizar es que la élite cultural progresista que antaño clamaba contra la telebasura hoy celebre la inclusión de sus rostros más conocidos en un formato de servicio público.
Pero ese no es el asunto que hoy nos ocupa. El caso es que hay que revertir el concepto tradicional de familia, asociado a la sangre, y empezar a considerar familiares no a los que nos han dado la vida, sino a los que hemos elegido para transitarla. Lo dice Inés Hernand, y es comprensible que así sea: como ella misma ha relatado en varias ocasiones, creció en una familia que no le dio amor ni atención, con unos padres negligentes y ausentes que delegaban la crianza en abuelos y personal doméstico y que la dejaban sola en Navidad para viajar tranquilamente. La familia de Inés es casi por obligación quien ella ha elegido, porque la que le tocó decidió no serlo.
Pero, aunque comprensible para cualquiera que conozca su historia, la propuesta de Hernand es problemática por varias razones. La primera de ellas es que trata de hacer un mandato universal de una experiencia, por suerte, muy particular: la suya. ¿Por qué tendríamos, por qué querríamos aquellos que tenemos familias más o menos funcionales, en las que hay muchas heridas pero también mucha luz, “revertir” el concepto de familia? ¿Cuál sería la verdad o el bien extraídos de dotar a nuestros amigos de una condición que, por definición, no tienen? ¿No tiene acaso la amistad sentido, entidad y belleza por sí misma, como muy bien defienden Jacobo Bergareche y Mariano Sigman en su último libro, escrito a cuatro manos?
Es probable que Inés Hernand no haya pensado con detenimiento su propuesta. Que cuando le pusieran la alcachofa delante simplemente contestara sin reflexionar demasiado, porque tampoco le daban tiempo para ello. Pero su invitación a cambiar lo orgánico por lo electivo, a valorar lo segundo por encima de lo primero, representa muy bien un sentir común de nuestra época: que todo aquello que no elegimos es una rémora que debe ser sorteada, cuando no destruida. Que solo lo que hemos escogido o construido tiene valor y sentido, puede ser amado y respetado. Es de ahí en parte de donde nace el rechazo contemporáneo a lo que nos ha tocado en suerte, ya sea la familia, la patria o incluso el sexo biológico. Es esa soberbia ingenua la que late en la propuesta antropológica de las ideologías modernas, del hombre nuevo socialista al übermensch fascista pasando por el hombre hecho a sí mismo del capitalismo.
La invitación de Hernand tiene algo de verdad, porque en el fondo lo que está diciendo es que una familia es allí donde hay amor, que no es una cuestión de forma sino de fondo. Pero yerra prescribiendo para todos lo que solamente será justo y necesario para unos pocos. Y es ciega a una realidad misteriosa y bella: que hay una libertad infinita en escoger amar lo que uno no ha elegido, sino que le ha elegido a uno.
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